26/4/21
Las bifurcaciones de Dios (Proyecto “La Física de la Espiritualidad”: 17)
Érase una vez
Érase una vez, Alfredo, un hombre normal y corriente. Murió, como mueren todas las personas, y se vio delante De Dios, de Jesús en ese sublime acto de rendición de cuentas que creemos es el juicio final. Y Jesús le hizo la suprema pregunta que a todos nos pondrá en el filo de la navaja entre “dentro o fuera”. El hombre en cuestión era muy tímido, y le imponía mucho el momento de verse ante Su Majestad y ante ese decisivo trance de presentar las cuentas de la vida. ¿Alfredo, qué has hecho en la vida?
Ante la pregunta, el pobre hombre no sabía qué contestar, porque tenía una pobre imagen de sí mismo y, no era como esos grandes hombres que, realizan grandes obras en favor de la humanidad, y son recordados como grandes benefactores o, como Los Santos De la Iglesia, elevados a los altares por haber dado su vida a los demás, muerto en el martirio, haber hecho milagros o haberse entregado a los pobres y demás actos dignos del agrado de Dios. Él, en cambio, había sido una simple persona de buen corazón que trató siempre de hacer el bien en las pequeñas cosas de cada día, pero sin sacar los pies del plato. Jamás hizo nada que mereciera la pena ser mencionado.
Yo, Señor, humildemente me presento con las manos vacías, le susurró el hombre. No sé qué te puedo decir, pues no he hecho otra cosa que trabajar para sacar a mi familia adelante, tener mi casa con lo necesario, no he querido hacer mal a nadie, pero tampoco soy consciente de haber hecho nada que merezca la pena, le confesó el compungido señor, temiendo que su vida había sido un desperdicio, que no había explotado sus talentos, que los había enterrado en tierra y tal los había recibido, tal así se los daba.
Jesús le miró emocionado, le sonrió y le dijo, mira, hijo mío, acompáñame a esta sala, donde te voy a mostrar como ha sido tu vida, de verdad. Ambos, mientras María les miraba preparando la comida, entraron en una estancia de la humilde cada de Nazaret, y Jesús encendió algo parecido a una pantalla y comenzó nuestro buen amigo a ver infinidad de escenas de su vida.
¿Te acuerdas, cuando eras pequeño, de aquella tarde que ayudaste a Luis, tú compañero de colegio, a repasar el examen de fin de curso? Gracias a esa tarde, él aprobó el curso y pudo mantener la beca. Terminó sus estudios y logró finalmente ser un buen técnico electricista. De no haber sido por ello, no podría haber mantenido la beca, habría dejado de estudiar, tendría que haber abandonado la casa de sus padres y se habría perdido en una vida arrastrada.
¿Te acuerdas, cuando tenías quince años, que te diste cuenta de que un anciano iba a cruzar esa calle y si no hubiera sido por ti, le habría atropellado ese coche que apareció de repente? Pues ese anciano iba a acudir a un notario, para firmar los papeles de su testamento, gracias a lo que la lucha que tenían los hijos por esa finca se resolvió y no hubo mayor problema cuando el anciano murió un mes después.
¿Te acuerdas el favor que le hiciste a tu buen amigo Andrés al mirarle la presión de los neumáticos del coche? Viste que estaban bajos y los inflaste. Eso evitó un accidente que habría sido mortal.
¿Te acuerdas, antes de morir, esa mirada de perdón que le acabas de echar a tu hijo, al que no veías desde que os enfadasteis por aquel incidente hace siete años y, por el que tú tanto has sufrido? Gracias a esa mirada, tú hijo ha recapacitado y os ha pedido perdón a ambos y su madre, tú querida Ana, tú esposa, va a poder dormir tranquila.
¿Te acuerdas? ¿Te acuerdas? ¿Te acuerdas? Doscientos te acuerdas pasaron por la película de su vida y, Alfredo, que recordó perfectamente todas y cada una de las escenas que Jesús le puso ante sus ojos, no paraba de sorprenderse y, llorando, ver cómo su vida no había sido tan inútil y simplona como él siempre había pensado, porque sólo se había limitado a vivir el día a día, y le apenaba mucho no haber participado en esas grandes obras, esos grandes proyectos de vida que caracterizan a los grandes hombres y mujeres, por los que son recordados como santos o benefactores de la humanidad. Si de algo se le podía acusar a Alfredo, era de no haber visto más allá de sus narices y de no haber sabido ser consciente de la trascendencia de sus actos, de haberlos considerado actos indiferentes, sin consecuencias, que daba lo mismo hacer que no hacer, porque eran fruto de la rutina de todos los días y, eso no es noticia, ni nadie reparará en ellos.
¿Te das cuenta de lo que ha sido tu vida? Le preguntó Jesús al terminar la reproducción de la película de su vida. ¿Te das cuenta, hijo mío, de que tú vida ha participado plenamente del Plan de mi Padre para vosotros? ¿Te das cuenta de que tú has sido Luz del mundo y sal de la tierra?
Alfredo, entre sorprendido y no dando crédito a lo que acababa de ver, se dio cuenta de que gracias a su vida y a todos sus actos de buena voluntad, había colaborado, sin saberlo, en hacer realidad las bifurcaciones De Dios, aquellos momentos críticos de la historia de los hombres en los que la vida se puede bifurcar en dos caminos, acaso diametralmente opuestos, donde los hombres actuamos de guardagujas, para que el tren de la vida de las personas con las que nos cruzamos en la vida, tome una dirección u otra.
Es eso de dos vidas en un instante. Tomar un autobús o no tomarlo, estar en el momento adecuado en el lugar adecuado, o no. Si nos damos cuenta, nuestra propia vida es el resultado de aparentes casualidades que para que se produzcan, muchas personas y circunstancias han tenido que converger para que las cosas sucedan tal y como han sucedido, porque de no haber sido así, yo no habría conocido a mi esposa, ni estaría trabajando en lo que ha sido mi medio de vida, ni habría salido ileso de aquel accidente, ni, ni, ni…
La cuestión es ver la vida como un inmenso plan De Dios, en el que todos colaboramos como guardagujas del tren de la vida, aunque sea de un modo infinitesimal, pero no por ello intrascendente. Es decir, cada acto de nuestra vida es y puede ser un acontecimiento fundamental y de consecuencias trascendentales en el devenir de la vida. Y sólo Dios es conocedor de esa trama vital y puesto que nos ha concedido la libertad de elegir, esa trama es algo que se va haciendo realidad con cada uno de nuestros actos, actos de los que no somos conscientes de su trascendencia porque vivimos pensando en la trascendencia que esos actos tienen para nosotros, para nuestros planes.
El horizonte temporal de nuestros planes y su trascendencia para nosotros responde al deseo de satisfacción inmediata, a corto plazo. Somos seres, habitualmente instalados en la inmediatez, incapaces de saber esperar, de ver madurar lentamente las ideas y los desarrollos. Dios piensa y responde al largo plazo, hace que sucedan cosas ahora en base a las consecuencias que tendrán en el futuro profundo, y eso, los humanos no logramos entenderlo, porque basamos la felicidad en que el mundo y Dios nos haga felices ahora, que nuestros planes salgan bien aquí y ahora. Quizás porque vivimos el presente y tanto nuestro entendimiento, nuestra memoria y voluntad, viven en el “carpe diem” del corto plazo, en el más vale el pájaro en mano.
Comprender, entender, ser conscientes de este planteamiento es fundamental para saber escuchar a Jesús.
El poder del ahora
El poder del ahora es el título del conocido libro de Eckhart Tole, que se centra en darnos cuenta de que con lo único que contamos los humanos es con el presente o, como diría (creo recordar) John Lenon, “el pasado ya no existe, el futuro aún no es, sólo existe el ahora”. Y es verdad, vivimos en el presente, pero también es verdad que tenemos memoria de lo pasado y capacidad prospectiva para prever o imaginar el futuro. Pero nuestra memoria es especial hábil para recordar los malos momentos, los desengaños, las mentiras y el dolor, sobre todo ese “forgiven, but not forgotten” (perdono pero no olvido). Pero todos sabemos que perdonar sin olvidar es bastante difícil. Y por otro lado, tenemos imperiosa necesidad de proyectar el futuro, según nuestros planes.
Y sin embargo, de siempre el “bástale a cada día su afán” ha sido una sabia actitud en todas las grandes culturas, que en el extremo desemboca en ese “no hagas nada para que nada quede sin hacer” del Tao te King.
Con esto entramos en algo que es capital en la Espiritualidad, el abandono a la Providencia. Ese, aún teniendo planes, aceptar que la Providencia pueda desbaratarlos.
Dicen que los políticos son auténticos expertos en hacer las cosas con segundas intenciones, en mover las fichas del ajedrez político con una antelación de varios movimientos propios y del adversario. Y también nosotros vivimos entre la rémora del recuerdo y la planificación enfocada al coste de oportunidad, tanto cortoplacista como a largo plazo.
En el recuerdo, hemos de ser conscientes de que el perdón es, tal y como refiere José Tolentino Mendoça, en su Teología de la lentitud, “una decisión unilateral de esperanza”, tal y como hemos referido en la entrega anterior sobre la confianza. Una decisión que nos libera de pesadas piedras que nos metemos en el macuto y que, al llegar a la Cruz de Ferro, en el Alto de Foncebadón (Camino de Santiago), deberíamos arrojar del macito y liberarnos de ese peso inútil del rencor en el presente. Y en el futuro, si bien es lógico una determinada previsión, estar siempre atentos a las bifurcaciones de Dios.
Las bifurcaciones de Dios
Cuando somos niños, no comprendemos en ocasiones el por qué del comportamiento de nuestros padres. No alcanzamos a ver las repercusiones a largo plazo de decisiones que a corto plazo van a fastidiar nuestros propios planes. Recuerdo cómo nuestro hijo de un año y medio se desesperaba porque yo no le asistí a socorrerle cuando inexplicablemente sus piernas y sus brazos se habían enredado mientras jugaba, entre los palos de su silla y me pedía auxilio. Yo no se lo presté y él lloraba, hasta que consiguió él solito deshacerse de la silla, cosa que por supuesto, yo sabía que podía conseguir él solito. Su expresión de victoria fue clamorosa, seguido de un subidón de autoestima genial. Vaya este tierno ejemplo para aquello de “quien bien te quiera, te hará llorar”, porque el maestro sabe que sólo el discípulo adquirirá experiencia, vivenciando, haciendo, luchando, pues sólo desde la experiencia logramos comprender el por qué de las cosas. Es lo que diferencia al experto del principiante y por eso aquellos son tan valorados por estos (se supone), aunque ahora vivimos en un mundo plagados de principiantes sobradamente autoestimados, sobre todo en la esfera política.
La vida nos enseña, a fuerza de enfrentarnos a muy diversos problemas, que es compleja, que una de sus más inquietantes propiedades es su “complejidad dinámica”, esa peculiaridad que hace que los acontecimientos no suceden según nuestro corto entender, sino que las decisiones a corto plazo son echadas por tierra con sucesos que sólo a largo plazo demuestran su complejo devenir. La vida nos enseña que el suceder de los acontecimientos se fragua mediante continuas decisiones, “bifurcaciones”, que sólo con una perspectiva a largo plazo devienen en las correctas. Son los típicos movimientos de ajedrez de los maestros, que sólo se entienden tras cinco o siete movimientos más allá.
Pues en el extremo, la vida humana, en su totalidad sólo es comprensible desde la Divinidad, de modo que los miles o incluso millones de pequeñas bifurcaciones que configuran la vida de cada cual, sólo se comprenden echando la vista atrás y asombrándonos de cómo centenares de acontecimientos absolutamente intrascendentes, fueron los resortes, los cambios de aguja del tren de nuestra vida que se conjugaron para llevarnos a cada uno de nosotros al “aquí y ahora” que somos.
El principio antrópico
El principio antrópico es un concepto cosmológico de Brandom Carter, que dice que el Universo es como es gracias a que nosotros existimos o, dicho de otra forma, si nosotros existimos y estamos aquí y ahora, es porque el Universo es como es y ha evolucionado desde el Big Bang exactamente como lo ha hecho.
Yo soy yo aquí y ahora, porque mi vida se ha desarrollado exactamente de la forma como lo ha hecho; cualquier otro movimiento en mis acontecimientos me habría llevado a un universo personal paralelo. Es más, los hechos más trascendentales que determinan caminos absolutamente diferentes en las personas son en esencia totalmente aleatorios. Por ejemplo, por qué me enamoré de la chica que es ahora la madre de mis hijos. Ese encuentro fortuito, esa casualidad es el origen, nada menos de mis tres hijos.
Es decir, esto nos conduce a dos actitudes ante la vida, a reconocer que somos el producto de la ciega casualidad o que esas bifurcaciones han estado providencialmente gestionadas por la divina Providencia. Esto en lo relativo a nuestro pasado.
Pero en lo relativo a nuestro futuro, vemos que cada día, a cada momento, sometidos como estamos a un permanente dilema “coste de oportunidad”, hemos de elegir entre dos o a veces tres opciones de vida ¿qué carrera elijo? o, de opciones inocentes como ¿qué me pongo hoy? Tanto opciones de gran calado como la primera, como totalmente intrascendente como la segunda, pueden marcar un antes y un después en nuestra vida.
Es aquí donde el ser humano se enfrenta a la opción de 1.- tomar las riendas de su propia vida, en ese convencido “yo soy el dueño de mí mismo y de mi propia vida”, en una reivindicativa actitud de defensa de nuestra libertad y libre albedrío, o 2.- el abandono a la Divina Providencia.
Respecto a la opción 1, optar por nuestro libre albedrío, resulta un curioso ejercicio de humildad pensar sobre cuántos actos y decisiones tomamos a lo largo del día que realmente lo hagamos desde una total libertad, esa que la expresamos con esa exclamación de “porque me sale de los…”. Porque muchas veces las apetencias ocultan una adicción que nos esclavizan. Pero en cualquier caso, muy pocos son los momentos en los que estamos libres de ataduras y compromisos, tanto físicos (de nuestro cuerpo, como comer o beber o eliminar emunciones) como sociales o laborales.
Respecto de la opción 2, ello no supone tener que obedecer a los mandatos de un viejo de barba blanca que desde las alturas nos indica lo que hacer. No es aquello que decía el doctor House, el de la serie de TV, “el que habla con Dios es un creyente, pero el que oye a Dios es un psicópata”. La opción 2 es simplemente amar, buscar la verdad del error, confiar, escuchar al otro en sus necesidades, en una palabra, anteponer el bien común al nuestro propio y hacer las cosas de modo tal que no sólo yo salga beneficiado. La voz de Dios no es otra cosa que la voz de nuestra conciencia, la que ante una bifurcación nos ayuda a ver más allá de los efectos inmediatos y más allá de nuestro propio beneficio.
Discernimiento
Creo que con lo expuesto hasta ahora, llegamos al eterno filosófico y teológico del “discernimiento” o capacidad de discernir, de diferenciar, de elegir entre el bien y el mal. El discernimiento o proceso de reflexión para optar por la opción “correcta”, puede abordarse desde tres enfoques, el primero es el filosófico, o criterio de una persona de buena voluntad, de natural moral y ético, pero sin incluir a Dios en la ecuación; el segundo es teológico o aquel basado en la “palabra de Dios” y el tercero es el integral, basado en la propia conciencia.
El discernimiento filosófico elimina a Dios de la ecuación y establece una forma arbitraria de conducta, unos principios de pensamiento, una ética, una ideología, una filosofía por la que interpretar la vida y el mundo, para distinguir lo bueno de lo malo. De esta forma, el discernimiento filosófico lo establece el objetivo final que persigue el sistema de pensamiento. Creo que en este tipo de discernimiento se basan las tendencias políticas, correctamente aderezadas con el engaño y la mentira, donde el fin puede (o no) justificar los medios. Y a ideologías opuestas, como las izquierdas y las derechas, los criterios de bondad y maldad pueden ser casi antagónicos. Lo vemos todos los días en las trifurcas políticas en los medios informativos y en el Congreso.
El discernimiento teológico introduce a Dios en la ecuación basado en principios religiosos plasmados en “el Libro Sagrado”, bien sea la Biblia, el Corán, el Bagavad Ghita o el Tao te King. Es decir, desde una perspectiva religiosa Dios se manifiesta a través de la palabra reflejada en los textos sagrados, para cada religión tiene el suyo y, no precisamente similar al de los demás libros de las otras religiones. Si la política ha provocado interminables luchas y guerras, la religión, por básicamente lo mismo, también ha provocado y provoca interminables luchas y guerras entre los seguidores de las distintas “ideologías divinas”.
Por último está el discernimiento integral, basado en la consciencia personal, que diría el propio Mark Plank. La consciencia es tanto filosófica como teológica. Y además es científica, y por lo tanto, es Universal, rompe los muros religiosos y políticos y filosóficos. Es básicamente espiritual, y acepta “lo que de sagrado hay en todos los libros”, tanto sagrado, como filosófico y científico.
El discernimiento integral es en esencia metafísico, va más allá de las cosas. El discernimiento integral, creo que alcanza su esplendor en la Escolástica de Santo Tomás de Aquino, que floreció entre los siglos XI y XVI, donde se trató de unificar la filosofía griega de Aristóteles con el cristianismo y con el conocimiento científico de entonces, de donde surge el concepto de Universidad – Universal y catolicismo (de katoV: sobre y oloV: todo), sobre todo, es decir, también “universal”. Con el tiempo el catolicismo fue escorándose hacia el “eclesiasticismo: adherencia o atención excesiva a los detalles de la práctica de la Iglesia”. Esta definición es traducción del Inglés, porque como tal la palabra no la he encontrado en español. Aunque el teólogo y filósofo Juan Martín Velasco, recientemente fallecido es como define actualmente a la Iglesia católica, una institución excesivamente eclesiastizada, lo que le ha hecho perder su esencia universal.
En resumen, si al discernimiento integral, en esencia “católico”, es decir universal, eliminamos el eclesiasticismo, obtenemos el discernimiento espiritual que es, finalmente, el auténtico discernimiento en el que su base radica en “saber escuchar a Dios” (sin efectos especiales ni voces estentóreas), simplemente saber identificar qué nos quiere decir Dios en cada momento, en cada bifurcación de nuestra vida.
Y hemos de ser conscientes de que Dios sabe hablarnos al corazón en cualquier idioma de la Tierra, no sólo en latín.
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Autor: José Alfonso Delgado
Nota: La publicación de las diferentes entregas de La Física de la Espiritualidad
se realiza en este blog, todos los lunes desde el 4 de enero de 2021.
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