¿Cómo saben los ribosomas la secuencia exacta de aminoácidos que deben encadenar para formar cada proteína concreta?
Estas secuencias vienen determinadas por la secuencia genética que se guarda (¡como oro en paño!) en los cromosomas en el interior del núcleo celular. Esta información, el código genético específico e individual de cada ser humano, se encuentra protegida en el interior del núcleo, que podríamos comparar al Sancta Sanctórum del Templo. Esta información es demasiado valiosa como para que las moléculas que la contienen, el ADN (DNA en inglés) que forma los genes, sea expuesta al trajín del aparato de producción que tiene lugar en el citoplasma y corra el riesgo de deteriorarse o alterarse. Para llevar esta información desde el núcleo hasta los ribosomas es necesario un mensajero que sea capaz de cruzar el umbral de la membrana nuclear llevando una copia fidedigna de la información sagrada. Esta labor la realiza una molécula de ARN, a la que llamamos ARN mensajero (RNAm en inglés), que podemos comparar al Hierofante de los Misterios de Eleusis que recibía la revelación del oráculo en el Sancta Sanctorum del Templo y salía con la información sagrada para transmitirla a los fieles o iniciados. También nos vale aquí la imagen del puente que une las orillas de dos mundos separados que no puede atravesar cualquiera, sino sólo aquellos que lo puedan hacer sin peligro y con garantías de fidelidad en la transmisión; y de ahí el término Pontífice.
La expresión génica
Todas las células del organismo contienen, en los cromosomas del núcleo, toda la información genética completa, que es la misma e idéntica en todas ellas (salvo en las células reproductivas, que es la mitad y diversa) [Los organismos con reproducción sexual tienen un número par de cromosomas (2n; doble dotación de cromosomas homólogos, o diploide) en todas sus células somáticas, la mitad de los cuales procede del gameto masculino y la otra mitad del gameto femenino de los progenitores. Los gametos, con su dotación genética simple (n; haploide) se unen para formar la célula zigoto fecundada; esta primera célula se divide por mitosis para dar lugar a dos células iguales y así sucesivamente todas las siguientes células que irán formando el feto y el organismo completo, replicando el número de cromosomas con todos sus genes de forma idéntica. En cambio, las células sexuales, o gametos, se forman a partir de una división por meiosis (del griego, reducción); en este proceso se parte de una célula diploide (2n) para formar cuatro células haploides (n), en las que, además de tener la mitad de la dotación cromosómica, los genes se han recombinado (entrecruzamiento) de forma diversa en los nuevos cromosomas de los gametos, y por lo tanto ya no son iguales, lo cual permite un sinfín de posibilidades combinatorias para la descendencia]. El ARNm va copiando de los genes del núcleo sólo la información que es adecuada para cada célula, según en qué parte del organismo esté localizada, y sólo en el momento oportuno y cuando es pertinente. Es lo que se conoce como expresión del código genético. Esto también constituye una de las maravillas de la biología. A menudo se cae en el error de pensar que el organismo humano está totalmente condicionado por sus genes, y se extiende la concepción del ser humano como criatura sometida al determinismo genético. Pero en realidad, la expresión génica ofrece un rango y una gama de posibilidades mucho mayor de lo que se suele creer. Las investigaciones genéticas más recientes van dirigidas a esclarecer los “mecanismos” que regulan la expresión génica y los avances en el “cómo” funciona son notorios. Pero aún sigue siendo un misterio el “por qué”, o más aun “quién decide” en última instancia una expresión determinada entre las muchas posibles.
Por supuesto, el tema es de una gran relevancia filosófica; porque cabe preguntarse en qué grado podría influir en esta expresión el desarrollo de las capacidades superiores del ser humano: su vida anímica y espiritual (sus hábitos, emociones y actitud mental). Se abre la puerta a conocer con pruebas fisiológicas si el ser humano tiene un cierto grado de libertad, incluso cierto grado de influencia consciente, sobre su propio organismo.
Aún sin estas pruebas, para quien conoce realmente el misterio de la naturaleza humana, esta influencia es más que consciente, “supraconsciente”, en el sentido que el psicólogo Carl Gustav Jung dio al término [Lo que CG Jung esbozó con estos términos, hoy en día aceptados por el mundo académico, lo había descrito y desarrollado Rudolf Steiner, con años de anterioridad, de forma más precisa y clarificadora, diferenciando el Yo Superior en tres funciones, o grados en el conocimiento superior, dando lugar a la imagen del hombre de constitución séptuple: cuerpo físico, cuerpo vital, cuerpo anímico, yo; desplegando las funciones del Yo Superior/Espíritu en Imaginación, Inspiración, Intuición]; esto es, la parte superior de la consciencia humana que, por estar fuera de la consciencia cotidiana de vigilia, forma parte del inconsciente pero abarca a la parte consciente y al subconsciente, con una perspectiva y amplitud de miras muy superiores. En otras palabras, la consciencia del Yo superior que guía al ser humano por encima de la consciencia cotidiana del ego inferior. Este Yo superior sería pues la respuesta a “quién” está detrás de la decisión de optar por una expresión génica concreta, entre las múltiples opciones que ofrece el código genético particular.
En la investigación genética se intuye desde hace décadas, que este “algo” que regula la expresión del los genes del núcleo de la célula “reside” en el citoplasma, fuera del núcleo, y depende de la ubicación que van adoptando las células en el embrión a partir de las primeras divisiones celulares de la célula cigoto fecundada. En función de esta ubicación, en las distintas células se expresarán unos genes u otros, que sintetizarán proteínas diversas según el caso, que en definitiva producirán células diferenciadas, que a su vez formarán parte de los diversos tejidos del embrión y a su vez irán formando los órganos diferenciados. Así, aunque todas las células del organismo tienen el mismo código genético, acaban diferenciándose entre sí en un proceso morfogenético que está determinado por un algo todavía “invisible” y que se intuye que reside en el citoplasma.
En la célula cigoto fecundada, el espermatozoide del padre es todo núcleo y apenas tiene citoplasma ni orgánulos celulares y no aporta más que los cromosomas. El espermatozoide es una célula pequeña, en la que la relación cualitativa del núcleo respecto al citoplasma es muy grande, casi desproporcionada. Todo el citoplasma del cigoto con los orgánulos celulares proceden del óvulo materno, una célula muy grande, visible a ojo desnudo, en el que la importancia relativa del citoplasma respecto al núcleo es evidente, casi desproporcionada. Podemos deducir fácilmente que el proceso de organogénesis del embrión y del feto, y la regulación de la expresión génica, está fundamentalmente influido por el organismo materno. No sólo por el hecho de la diferente aportación cualitativa de ambos progenitores a la célula cigoto fecundada, sino por el hecho de permanecer dentro del útero materno durante toda la gestación, la expresión génica inicial del nuevo organismo está bajo la influencia del campo de fuerzas formativas de la madre. Que este campo de fuerzas formativas todavía resulte “invisible” para la ciencia, por el mero hecho de no encontrar trazas materiales a nivel molecular, no debería ser óbice para aceptar lo obvio y evidente por otro lado.
La evidencia consiste, por un lado, en que en el desarrollo embrionario, células iguales con igual dotación genética, expresarán sus genes de forma diversa, sintetizando proteínas diferentes, en función de la ubicación espacial que ocupen en el embrión. Este fenómeno es similar al de la morfogénesis de las hojas en una planta. Las células de las hojas son iguales, pero en muchas especies de plantas, según la disposición de estas en el tallo, tendrán formas diversas, más o menos lobuladas. La posible explicación de este fenómeno no puede ser molecular. Las moléculas (proteínas) diferentes, aparecen en las células sólo después, en función de la ubicación de estas. La explicación se intuye mejor prestando atención a campos de fuerza, tales como los campos magnéticos y electromagnéticos de la tierra, en los que la ubicación y orientación espacial son determinantes. En el mismo sentido podríamos reflexionar sobre el proceso del pensamiento y su soporte fisiológico en el sistema nervioso. Las moléculas de los neurotransmisores aparecen en las neuronas y entre ellas sólo después de iniciada la actividad del pensar y actúan sólo como soporte fisiológico de este en el organismo físico. De ningún modo la base molecular puede ser la causa y el origen del pensamiento, de lo contrario no habría en absoluto libertad de pensamiento y estaríamos condicionados y determinados por nuestro organismo, tal cómo lo están el resto de especies... pero en ese caso ya no podemos hablar de pensamiento!
Por otro lado, una vez pasada la fase embrionaria y formado el organismo, este va perdiendo plasticidad. Durante el resto de la vida, el campo de fuerzas morfogenéticas sigue actuando necesariamente para restituir y renovar células y tejidos, pero va perdiendo vitalidad hasta llegar a la muerte. De acuerdo a Goethe y Rudolf Steiner, este campo de fuerzas que ellos denominan cuerpo vital, a medida que va liberándose de la función de formación y regeneración del organismo biológico, adquiere la tarea de desarrollar las funciones superiores e intangibles del ser, tales como la imaginación y el pensamiento vivo. Así se constata una polaridad entre vitalidad orgánica y desarrollo de la consciencia y las funciones superiores del ser. Esta también es una característica exclusiva del ser humano, que lo hace diferente a cualquier otra especie, puesto que su organismo biológico tiene que poder encarnar un yo y tiene que poner parte de sus fuerzas vitales y morfogenéticas al servicio de las partes superiores espirituales del ser, que a su vez le permitirán la expresión de su individualidad única e irrepetible.
Este campo morfogenético también sigue siendo la explicación para la diversa expresión genética en el organismo formado. ¿Qué es lo que hace que de dos hermanos con una predisposición genética a padecer determinadas enfermedades, heredada de sus progenitores, uno de ellos desarrolle la enfermedad y el otro no? ¿Qué es lo que hace que un individuo exprese esa predisposición en un momento de su vida o no la exprese nunca? Probablemente, es el mismo campo de fuerzas morfogenéticas, que depende mucho del estado de ánimo y actitud mental del paciente – como muy bien se conoce en medicina psicosomática –, que pueden ser tanto el detonante para el desarrollo de una enfermedad como condicionar su sanación. Este campo morfogenético, por lo tanto, estaría dirigido por los niveles superiores del ser.
En el niño, el “traspaso de poderes” entre la madre y el ser superior del niño se ve facilitado por los procesos de fiebre de las enfermedades infantiles.
En las enfermedades infantiles, la sabiduría de la naturaleza humana, mediante los elevados procesos febriles, encuentra el medio de “quemar” las proteínas restantes de su organismo, que todavía fueron sintetizadas bajo la influencia del campo de fuerzas formativas materno. Esos procesos febriles son síntomas de la presencia del elemento calor del Yo individual que ahora tiene la oportunidad de encarnar mejor en el nuevo organismo, mediante la expresión génica que ahora ya no depende de la madre. De ese modo, la síntesis de sus nuevas proteínas que le dan su identidad biológica exclusiva, no viene determinada sólo por su código genético exclusivo, sino por la expresión génica regulada ahora por un campo de fuerzas formativas propias, dirigidas por su propio Yo individual.
En el sistema inmunitario del ser humano podemos distinguir varios niveles
Un primer nivel tisular (de tejido), donde la piel y las mucosas aíslan al organismo humano del exterior como una barrera física, como un tejido multicelular. Si la piel y las mucosas no están dañadas, en un organismo sano, se evitan la mayor parte de las infecciones.
Un segundo nivel lo constituye el celular, en el que en primer lugar, la microbiota, con la que vivimos en estrecha simbiosis, constituye una barrera celular de millones de organismos unicelulares “amigos”. Cuando este microsistema está en equilibrio y en equilibrio simbiótico con el organismo humano sano, también se evitan la mayoría de las infecciones.
Los ecosistemas también evolucionan, en un proceso de transformación, de enriquecimiento en diversidad biológica [Biodiversidad: relación entre variedad de especies diferentes y el número total de especímenes del ecosistema] y maduración, que en biología se conoce como sucesión ecológica. Un ecosistema maduro se caracteriza por haber alcanzado el clímax, esto es, el estado en el que las interacciones con el medio ambiente concreto donde se ubica en el planeta (biotopo) y la interrelación entre todos los miembros integrantes del ecosistema, han llegado a un equilibrio dinámico, alcanzando la máxima diversidad biológica posible para aquel biotopo concreto (con sus características geológicas, fisicoquímicas y climáticas concretas), en el que resulta muy difícil que prosperen organismos ajenos invasores, mientras no cambien las condiciones del biotopo. Es interesante notar que los ecosistemas más evolucionados, los que han llegado más lejos en la sucesión ecológica, se caracterizan por tener la cota más alta de diversidad biológica. Los ejemplos más claros son las selvas tropicales, como la del Amazonas y los arrecifes de coral. Al mismo tiempo estos ecosistemas son los más vulnerables ante un ataque “no natural” (esto es, por la acción del ser humano como ser cultural que ha dejado de formar parte del ecosistema como ser natural), puesto que cualquier daño en ese sentido requiere el paso de largos periodos de tiempo para que la sucesión ecológica natural vuelva a restaurar lo que el ser humano ha destrozado en poco tiempo.
Algo similar sucede con el ecosistema de la microbiota del organismo humano. Cuanto mayor diversidad biológica alcance, mayor estabilidad y resistencia ante invasiones ajenas. Del mismo modo, cuando sufre una agresión “antinatural” por abuso de higiene o desinfección aplicadas a piel y mucosas, o por exceso abuso de antibióticos que destrozan la flora intestinal, se destroza el equilibrio del ecosistema alcanzado tras larga sucesión ecológica y el organismo queda expuesto a cualquier invasión ajena, que al no encontrar resistencia prosperará y se propagará muy rápidamente, y en caso de invasión de patógenos, estos tendrán muchas más posibilidades de provocar la enfermedad en el organismo.
En segundo lugar, en este nivel celular tenemos las células de nuestro sistema inmunitario, como leucocitos, linfocitos y plaquetas, que proporcionan la barrera físico-química de la coagulación de la sangre evitando hemorragias, estimulan la producción de anticuerpos y fagocitan patógenos de menos tamaño, cuando estos han logrado burlar las barreras de protección anteriores.
Un tercer nivel del sistema inmunitario lo encontramos en el nivel molecular, proporcionando también una barrera protectora, de forma que cualquier molécula extraña que logre penetrar en el organismo a través de la piel deteriorada o de las mucosas (del aparato respiratorio, digestivo y órganos reproductivos), será reconocida como ajena y desencadenará una reacción de producción de anticuerpos. Los anticuerpos son moléculas de proteínas que se acoplan a las moléculas invasoras bloqueándolas y evitando que puedan ejercer funcionalidad bioquímica de efectos nocivos no deseados. A las moléculas ajenas que provocan la producción de anticuerpos las llamamos antígenos (porque generan anticuerpos). El sistema inmunitario tiene la capacidad de guardar la memoria de cualquier molécula extraña (antígeno) que en algún momento de la vida haya provocado la generación de anticuerpos específicos contra ella. Cualquier invasión posterior desencadenará una reacción inmunitaria mucho más rápida y efectiva que la primera, puesto que el organismo se ahorra ahora la fase de detección y reconocimiento del antígeno ajeno y el diseño del anticuerpo específico. Simplemente se producen gran cantidad de los anticuerpos necesarios de forma muy rápida que neutraliza cualquier efecto nocivo. Por eso decimos que estamos inmunizados contra un patógeno determinado.
Es sorprendente ver con qué sabiduría el organismo humano logra discernir entre lo que es ajeno y le resulta dañino y lo que, aun siendo ajeno, no es en absoluto dañino o incluso le resulta beneficioso, hasta el punto de llegar a formar parte de él mismo como organismo simbiótico.
El principio de las vacunas es precisamente este: busca la inmunización contra un patógeno concreto provocando la generación de anticuerpos en el organismo mediante la inoculación de un antígeno. Este antígeno suele ser un trozo de la estructura molecular del patógeno o el patógeno entero, pero inerte o inocuo, o sea, sin capacidad de producir la enfermedad. De ese modo se inoculan moléculas extrañas que no producen enfermedad pero provocan la generación de anticuerpos. No deja de ser una forma de engañar al organismo, violando de forma artificial las primeras barreras del sistema inmune, mediante la inyección, y forzándolo a ponerse en guardia y defenderse de un peligro que en realidad no lo es.
Curiosamente, en las alergias también se provoca una respuesta del sistema inmunitario frente a una sustancia inocua para el organismo y que en la mayoría de las personas no provoca esta respuesta y es tolerada sin mayores consecuencias. Obviamente las alergias son una disfunción del sistema inmune, que sobreactúa de forma innecesaria. Es como si el organismo quisiera aislarse del mundo exterior más allá de lo que sería necesario para preservar su individualidad, perdiendo el sano equilibrio entre individualidad y relación con el entorno.
Las enfermedades autoinmunes son un caso más extremo de esta disfunción. Se produce una reacción del sistema inmune del organismo frente a células del propio organismo, que el sistema inmune confunde y toma como extrañas.
Cada vez hay más evidencias de una relación entre el creciente abuso de antibióticos y vacunas y el creciente aumento de casos de alergias y enfermedades autoinmunes. La controversia es grande. Pero llama la atención que cada estudio clínico independiente al respecto siempre encuentra la respuesta de una avalancha de otros “estudios” muy vehementes en sentido contrario, defendiendo el uso generalizado de vacunas y otros fármacos muy lucrativos para la industria. ¡No es de extrañar! ¿Será que todos estos “estudios” están subvencionados (en realidad “encargados” a medida) por las farmacéuticas?
Todo esto recuerda al cuento popular del pastorcillo que se divierte tomando el pelo a los pastores vecinos gritando de tanto en tanto “¡que viene el lobo!”, para que ellos acudan corriendo a la voz de alarma, dejando expuestos sus propios rebaños, y así poder reírse de ellos al decirles “¡que no, que no, que era broma!”
En el cuento del lobo acaba ocurriendo la tragedia cuando llega el día en que los pastores vecinos, cansados de tanto engaño, ya no acuden a la llamada del pastor burlón y, para desgracia suya y escarmiento, en esa ocasión vino el lobo de verdad y se zampó las ovejas. Esto sería el caso de un sistema inmune hastiado de antibióticos y vacunas que ya no es capaz de responder con sus propios anticuerpos ante el antígeno de un patógeno real. Siguiendo con la metáfora del cuento, la alergia sería como si los pastores y sus perros, alarmados ante cualquier pajarillo o conejito inofensivo que pasasen cerca del rebaño, la emprendieran a palos y ladridos contra estos. El caso más grave de la enfermedad autoinmune sería como si los pastores y los perros, cegados por el pánico ante cualquier ruido sospechoso pero inofensivo, no fueran capaces de distinguir lo propio de lo ajeno y la emprendieran a palos y dentelladas contra sus propias ovejas.
Todas estas disfunciones y otras enfermedades “modernas”, en realidad tendencias patológicas de carácter crónico, podrían haber sido provocadas o al menos agravadas por unas prácticas médicas que han perdido la comprensión de la naturaleza singular del organismo humano, en el sentido realmente hipocrático; una práctica de la medicina moderna obsesionada con la patogénesis y que olvida la salutogénesis; que intenta defender al organismo humano “luchando” contra todo lo que pueda venir del exterior, que ve peligro en cualquier agente externo y olvida la capacidad intrínseca del organismo para defenderse (incluso a adaptarse y granjearse su colaboración) o no confía en esta. En definitiva, que aboca al ser humano a aislarse del mundo y del resto de sus congéneres y que acaba provocando la desconfianza, el recelo y el miedo al mundo y al resto de la humanidad… hasta llegar a la situación actual que todos conocemos.
No se puede negar, y de ningún modo lo negamos aquí, que los avances de la medicina moderna han salvado muchas vidas, han reducido y casi eliminado la mortalidad infantil, han aumentado considerablemente la esperanza de vida y han eliminado y casi erradicado muchas enfermedades. Entre estos avances se encuentran las vacunas, por supuesto, y uno de los grandes hitos de la historia de la medicina fue la erradicación de la viruela, que tantos estragos estaba haciendo, mediante el desarrollo de la primera vacuna.
Pero tampoco podemos negar que han aparecido muchas nuevas enfermedades como consecuencia del moderno estilo de vida, y en muchos casos no se puede descartar que sean consecuencia, directa o indirecta, de los efectos secundarios de muchos tratamientos de la medicina moderna. No pretendemos aquí hacer un juicio moral, ni dar una pauta ética, ni mucho menos promulgar dogmas anticientíficos. Intentamos, eso sí, hacer una reflexión sobre el hecho innegable de que cualquier decisión humana tiene consecuencias que pueden ser tanto buenas como malas y lo más habitual es que sean una mezcla de ambas. Es el precio de la libertad. Es una reflexión que pretende contribuir a avanzar en el conocimiento sin prejuicios dogmáticos, y así poder tomar decisiones de modo más consciente sobre las consecuencias de estas.
Sin perder de vista esta premisa, podemos preguntarnos si, en el caso concreto de las vacunas, los innegables beneficios logrados en el pasado frente a algunas enfermedades justifican hoy en día campañas de vacunación casi universales e indiscriminadas.
La pregunta tiene toda la justificación y actualidad, pues ya se está discutiendo públicamente si en realidad la OMS (WHO) no habría estado fuertemente influida por los intereses de la big pharma y de “mecenas filantrópicos”, cuando en la última década cambió el criterio de pandemia. Incluso cuando, tan recientemente como noviembre de 2020, cambió la definición de inmunidad colectiva, de modo que si anteriormente se aceptaba que esa inmunidad se podía alcanzar de forma natural, desde esa fecha “sólo” se puede alcanzar mediante la vacunación de la población.
¿A qué se debe este cambio de criterio? ¿A qué obedece desde entonces la imposición de campañas de vacunación anuales a escala mundial? ¿Acaso sea lo segundo consecuencia de lo primero? ¿No resulta llamativo que una vez concluida la campaña de vacunación, a menudo sea la propia OMS la que “corrija” a posteriori la peligrosidad de la infección e incluso el propio carácter de pandemia? Y, sin embargo ¿por qué no se corrige el “error de criterio” para el año siguiente? Más bien al contrario ¿por qué se ha venido produciendo año tras año una escalada en la alarma del peligro, en la severidad de las medidas sanitarias restrictivas y en la imposición de las vacunas? ¿A quién beneficia todo esto en definitiva?
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Autor: Vicente Machí Gómez
Las tres entregas de este texto, concluido en Freiburg el pasado 19 de febrero,
se publican en este blog los jueves 22 y 29 de abril y 6 de mayo de 2021.
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